Y se acabó el segundo retiro de este viaje. Con él habré pasado una cuarta parte de mi tiempo en Tailandia en silencio y dirigiendo toda la atención hacia adentro. En total, 13 días.
Al igual que en el primero, las preguntas sobre mi práctica personal fueron respuestas por el monje que daba las dos charlas diarias. No fue necesario verbalizarlas.
Quitando toda la parafarnalia religiosa budista, con la que no comulgo más que en los principios básicos, el rol de alumno me ha ido más que bien para ganar perspectiva y frescura para las sesiones que empiezan este mes de septiembre en Barcelona.
En las últimas semanas aquí, he vuelto a perder de vista qué día era. Los lunes se mezclaban con los viernes y el horario diario lo marcaban mis necesidades básicas, (comer y dormir). Ha hecho falta aproximadamente un mes para que esto ocurra.
Al suceder este hecho y, más aún, al darme cuenta de ello, he podido apreciar que viví mi llegada con cierta agitación por un deseo inconsciente de hacer muchas cosas, visitar a amigas y amigos en el norte y el sur del país y combinarlo con viaje, relax y meditación.
Al igual que en 2013, ha habido un impacto emocional inesperado por el abandono de mi zona de confort y una consecuente adaptación al medio y ritmo tailandeses. Ahora me siento ligero como una pluma y mi respiración es clara, profunda y tranquila. Tengo ganas de volver a casa.
Un concepto que estuvo muy presente en mi primer viaje ha reaparecido con fuerza: la ecuanimidad. Como ya mencioné cuando la descubrí, la clave es aprender a no reaccionar a nada pese a que una situación y/o una experiencia sea muy intensa. Al hacerlo, aparecen la calma y la serenidad. Estas son precisamente las sensaciones que siente mi cuerpo después del retiro.