Este post se quedó en el tintero…

Jueves 20 de junio de 2013. Estamos en Hsipsaw, un pequeño pueblo del noreste de Myanmar. Tumbado en el colchón del dormitorio compartido donde voy a pasar esta noche y la de mañana, me dispongo a contaros una experiencia… ¡cojonuda! Perdón por el lenguaje, pero es que ha sido brutal.

Antes de bajarnos del autobús, ya teníamos claro que el objetivo básico en este lugar era alquilar unas bicis y recorrer los alrededores. A priori, un contra. Empezó a llover al dar la primera pedalada.

Al aterrizar en la Guest House después de 14 horas repartidas en dos buses y una espera de algo más de 2 horas y media en la estación más cutre en la que he estado hasta el momento, nos hemos pegado un duchazo y hemos salido a descubrir el pueblo bajo un sol abrasador.

Después de deleitar nuestros paladares con un plato de fideos cocinados al estilo tradicional de la etnia Shan, Cris y yo nos hemos subido en nuestras monturas y un gran nubarrón, de un gris muy oscuro, se ha apoderado del cielo. Perseguíamos encontrar una orilla accesible del río que atraviesa el pueblo para pegarnos un chapuzón. Y lo hemos logrado. Los presagios se han cumplido y ha caído un largo chaparrón.

La profundidad del río no superaba los 90 cm y el agua, de un color marrón café con leche brillante, estaba tibia. Me he sentado sobre una piedra del fondo que me permitía tener todo mi cuerpo sumergido, salvo la cabeza, obteniendo una perspectiva sensacional. Las infinitas gotas que han caído golpeaban con fuerza la superficie provocando un sinfín de diminutas pagodas líquidas. Ninguna ha aterrizado en el mismo punto. Ninguna ha sido igual que otra. Nuevamente, la ley de la impermanencia en todo su esplendor.

De vuelta a la Guest house seguía lloviendo bastante. Con mi camiseta totalmente empapada en el cesto de la bici y llevando puesto sólo el bañador, viajé en el tiempo. Si veía un charco, me abalanzaba sobré él con todas mis fuerzas para salpicar lo máximo posible. Cris rodaba unos 100 metros por delante de mí por el estrecho camino de tierra, así que no podía oir mis alaridos y risas constantes.

El decoro y «savoir faire» que siempre intento mantener brillaron por su ausencia. Allí estaba yo, ajeno al barro que salpicaba mi cuerpo, al qué dirán. Me sentí puro. Como cuando tenía 6 años. El único objetivo era conseguir abalanzarme sobre la parte más profunda de cada charco que se cruzaba en mi camino.

Experimenté una sensación que todavía recorre mi cuerpo. ¿Estuve presente? ¿Fui capaz de eliminar todos los juicios y prejuicios que subliminalmente marcan mi comportamiento? ¿Acaso importa?

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