Desde hace un buen puñado de días no paran de sucederme circunstancias que me llevan a recordar repetidamente el aprendizaje que hice en una sesión individual con una chica a la que llamaré Irene.
Corría el mes de junio y quedamos para vernos a las 13.00h, como todas las semanas. Habíamos hecho un par de sentadas en diversos parques de Barcelona, pero aquél día decidimos encontrarnos en el piso puente en el que viví ese mes. Era una primera planta de la calle Secretari Coloma.
Nos sentamos en el suelo del comedor, justo al lado de la ventana y, dado el calor que hacía, la abrí. Daba la casualidad de que justo debajo había una plaza de aparcamiento para el autobús que transportaba a los niños y niñas de un colegio cercano. La advertí de que cabía la posibilidad de que viniera mientras estábamos allí sentados. Me dijo que no había ningún problema, que si eso pasaba formaría parte de la práctica. Y ya.
A los dos o tres minutos de sentarnos, y mientras yo me encontraba todavía guiando la entrada de la meditación, un autocar se acercó y empezó a maniobrar para realizar su parada.
Casi automáticamente, me abalancé sobre la ventana y la ajusté. Pensé que apenas acabábamos de empezar y que Irene estaría más cómoda si yo trataba de minimizar el volumen del sonido externo. Le estaba ahorrando un buen rato de ruido de motor.
Al sonar el gong, comentamos su experiencia. No recuerdo los detalles de qué le sucedió ese lunes, pero sí que al final de su relato me miró con cara de pilla y una leve sonrisa irónica bajo su nariz, y me dijo: ¡has reaccionado cerrando la ventana!
En ese instante le conté que, justo al empezar el silencio, me había dado cuenta de lo que realmente acababa de suceder. En principio creía que había cerrado la ventana por ella. Los únicos motivos eran su confort y tranquilidad. Nada más lejos de la realidad.
No la ajusté por ella, sinó por mí. La perspectiva de su incomodidad generaba una respuesta emocional inconsciente en mí. Eso fue a lo que reaccioné. Los motivos, pues, no eran externos a mí.
De ahí surgió la pregunta que tantas veces ha aparecido en estos últimos días de viaje: ¿hacemos cosas por los demás o las hacemos por y para nosotros mismos?