Todo se aceleró desde que abandonamos Yangon. La vuelta a Tailandia prevista para el lunes 24, marcaba el calendario con una X gigante y en negrita. Las opciones de descubrir el país quedaban limitadas a 13 días de ruta.
Pasamos por Inlay Lake, Kalaw, Meiktila, el Monte Popa, Bagan, Hsipaw, Pyin Oo Lwin y Mandalay. Podría escribir un post con lo vivido en cada uno de esos lugares, pero, como podréis imaginar, resultaría muy tedioso para mí y eternizaría este blog.
Dicho esto, me gustaría concluir mi estancia en Myanmar describiendo el ejemplo más generoso que he vivido hasta ahora. Hace unos meses os contaba que con Cris, Matt, Markus y Robert había reaprendido el significado de la palabra compartir. También escribí sobre lo ocurrido con Aung, el chico birmano, en el monasterio. Lo que viví en esta última semana, superó ambas experiencias con creces.
En el Pick-Up que tomamos en el Monte Popa, Matt estableció una conversación con Nila, la propietaria de un pequeño puesto de souvenirs en el mercado de Bagan. Después de unas tres horas de viaje y muchas risas, nos dijo que fuéramos a hacerle una visita la mañana siguiente y nos invitó a cenar a su casa. Al principio intuí que su objetivo era puramente comercial, que había encontrado a cuatro mirlos blancos a los que intentar vaciarles los bolsillos. Mi estimado ego hacía acto de presencia de nuevo al anticipar tal actitud por parte de esta buena mujer, madre de dos hijos.
Cuán equivocado estaba. La realidad me dio una bofetada. Por la mañana, Nila nos ayudó a Matt y a mí a encontrar un par de cosas que necesitábamos en el mercado sin tratar de endosarnos ninguno de sus productos. Pagamos el precio local, y no el de los turistas (prácticamente el doble). Podría habernos pedido lo que quisiera y se lo habríamos dado sin rechistar. Pero no lo hizo. Mis prejuicios iniciales habían ido en sentido totalmente opuesto a la realidad. Sentí que este hecho volvía a ser un ejemplo muy valioso para continuar estando atento a mis pensamientos y no dejarme llevarme por ellos.
Por la noche, tenía un festín preparado para nosotros que consistía en 6 deliciosos platos típicamente birmanos. Fue, sin lugar a dudas, la mejor comida que he probado en Myanmar. Conocer a sus hijos, a Damond, su marido, a su madre y a su hermano, y pasar un par de horas en su más que humilde casita de madera antes de coger el autobús rumbo a Hsipaw, me permitió vivir una lección: una familia pobre me había abierto las puertas de su casa de par en par y me había tratado como a un verdadero rey.
Estamos en temporada baja, así que la ausencia de turistas conlleva bajas ventas en el mercado y Damond, que suele trabajar en un hotel, se encuentra sin trabajo en estos momentos. Su situación económica es mucho más que precaria. Pese a que les cuesta un mundo llegar a final de mes, no dudaron ni un instante en ofrecernos TODO lo que tenían. Si todos fuéramos un poco más así, el mundo sería un lugar mucho mejor…
J’ai zu ding va dee Nila & Damond!
Este post pone punto y final a esta etapa de mi experiencia en el sudeste asiático. Con él, me despido del inglés más cachondo que he conocido ya que vuelve al monasterio a pasar unos meses más y luego seguirá su viaje. Quizás nos volvamos a encontrar. Thank you for everything Matt! I loved the time we spent together and all the laughter and silly things we shared. See you maybe!!! 🙂
Interessant com tractes el teu nivell de desconfiança, tot i els dos mesos i mig de meditació. Però no t’ha de generar problemes morals, també és producte de l’experiència de tota una vida. Un altra comiat, una altra tristor… tinc ganes de benvingudes!