En la segunda mitad del viaje, el azar nos llevó a la isla de Koh Kood. Allí pasamos 5 noches en una «guest house» increíble. El lugar era muy tranquilo, tenía sofás y hamacas, una mesa de ping pong y un propietario más que cachondo. Pasamos los días viviendo cada instante sin mirar más allá. Para nada. Preguntas como ¿qué hora es?, ¿cuántos días nos quedamos?, o ¿dónde vamos mañana? perdieron todo su sentido. No importaba.
Celebré Halloween por primera vez. Si en casa ya me parece raro que la gente se disfrace en Noviembre, aquí, ni os cuento. Fue una noche divertida que pasamos con David, Kaïla, Abdou, Sarah, Melanie, Sam y Eva, los amigos efímeros que hicimos.
Lo más destacado de esos días fue la vuelta de la fiesta. Melanie, Sarah y yo decidimos irnos juntos y compartir el paseo que nos separaba de nuestros aposentos. Nada más salir, la segunda me dijo: «Tengo un regalo para ti. ¡Mira hacia arriba!» No tengo palabras para definir la belleza y la profundidad de aquél cielo.
Andamos un rato, hasta que el último atisbo de luz del bar donde estuvimos desapareció completamente, y les dije que yo me quedaba allí. Me tumbé en medio del camino y me perdí en la inmensidad del universo. Oyendo todavía la música de fondo, me quedé completamente absorto ante tal visión.
Por unos instantes tomé conciencia de cuán insignificantemente pequeños somos. Los dolores de cabeza que llenan nuestros pensamientos a diario pierden todo su sentido al observarlos desde la perspectiva infinita de aquella noche. No puedo saber si estuve allí 5 minutos o 1 hora.
Me levanté y, con las chancletas en la mano, emprendí de nuevo el camino de vuelta a la cama. Descalzo, quería moverme sigilosamente sin perturbar la calma que inundaba la zona, fundiéndome en el momento. Estaba tan oscuro que apenas podía intuir mis pies. Oía perros ladrando en las cecanías y, poco a poco, empezó a surgir una sensación de miedo en mi interior. Miedo a ser atacado por cualquier criatura salvaje en la negrura. Miedo a tener que enfrentar una posible amenaza, yo solo, en un lugar remoto del mundo.
Por suerte, o no, me di cuenta de la reacción física de mi cuerpo en aquél preciso instante. Los latidos del corazón y mi respiración se habían acelerado, sentía cierta presión en el centro del pecho y mi temperatura corporal era más alta. Estaba alerta. Listo para empezar a correr o gritar si tal peligro se confirmaba. Imaginaba serpientes gigantes. Construí historias con final trágico en segundos.
Al observarlo, aprecié que ese efecto se había generado en mi cabeza. Era 100% irreal. Mi mente me estaba jugando una mala pasada y el cuerpo así lo reflejaba. Sentí un escalofrío que me recorrió toda la espalda. Se me puso la piel de gallina. Me había percatado que por unos minutos había dejado de estar caminando en un paraíso nocturno para perdreme en el fantástico, y aterrador, mundo que yo mismo estaba construyendo en mi cabeza.
Al liberarme, volví a sentir esa misma paz que había experimentado tumbado en el suelo unos metros atrás. Me desapegué del miedo inventado. Tener esa perspectiva que se puede palpar al observar la naturaleza en estado puro, es tan de difícil de recordar como importante para soltar las emociones y sensaciones desagradables que nosotros mismos, inconscientemente, creamos.
Ahora que mi regreso se acerca, se plantean una serie de retos. Destaco, como el más considerable, el seguir siendo capaz de encontrar ese espacio entre la conciencia, o atención, y mis pensamientos. Esa perspectiva. Esa aceptación de lo que es. Tal cual. Sin juicios, ni historias autogeneradas.
L’espai on et vas parar respecte del lloc on dormies estava molt lluny?