Vuelvo a recurrir a los conocimientos de neurociencia de Pierre para describir una circunstancia que me parece fascinante. Se trata de la reacción de nuestro cuerpo ante las amenazas exteriores. Y las autogeneradas.
Imaginaos que un día, andando tranquilamente por cualquier calle, aparece un individuo con la mala intención de agrediros. En una sociedad en la que ya no sentimos miedo de ser atacados por depredadores en un escalón superior de la cadena alimenticia, este tipo de personas ocupan su lugar. Son los «tigres» a los que nos enfrentamos por nuestra supervivencia.
En la situación que describo, nuestro pulso se acelerará, la temperatura corporal y la segregación de adrenalina aumentarán y nuestros músculos se tensarán. Nos prepararemos, inconscientemente y sin control, para la batalla, o la fuga. Lo curioso del tema es que dicha reacción es exactamente la misma que experimentamos cuando un mosquito nos ronda por la noche.
A pesar de estar acostados y con la intención de gozar de un sueño reparador, el nivel de tensión se eleva por encima de lo normal. Ante la tesitura de su ruido molesto al acercarse a nuestros oídos y del temor a ser picados, estamos listos para desenfundar el bazooka y declararle la guerra. Nos levantamos, encendemos la luz y permanecemos atentos hasta que le vemos y podemos descargar toda nuestra ira acabando con su vida.
Pues bien, lo mismo sucede con los pensamientos. Es interesante observar cómo el mero recuerdo de una situación violenta activa ese resorte emocional y nuestro cuerpo empieza a dar señales de excitación. Si en lugar de irnos hacia atrás en el tiempo, anticipamos un conflicto, ya sea laboral, familiar o de cualquier otro tipo, las sensaciones físicas son idénticas.
En ambos casos, nuestra mente genera historias fantásticas que mantienen, o incrementan esas sensaciones corporales que he mencionado anteriormente. Las ideas se suceden y mandan un aviso al corazón para que inicie el protocolo. Éste, a su vez, retroalimenta nuestra mente. Entramos en un bucle que puede durar un buen rato. Aquí surge una pregunta, ¿es realmente necesario invertir nuestro tiempo en este estado? Creo que la respuesta es obvia.
La clave para salir de ahí se encuentra en ser capaces de encontrar ese espacio que existe entre nuestros pensamientos y nosotros mismos. Si logramos observar objetivamente dicha cadena de acontecimientos, nos desapegamos de esas sensaciones. Así de fácil. Sólo se trata de observarnos.
El primer paso es ver lo que sucede en nuestro interior. Por muy incómodo que sea, no hay que fustigarse por el hecho de que aparezca. El reto es aceptar que está allí. No lo hemos decidido, sinó que ha surgido debido a la capacidad infinita de divagación de nuestra mente. Por tanto, no somos responsables de ello.
Al realizar estos dos pasos (observar y aceptar), cortamos de raíz esa historia imaginaria y, así, nos liberamos de las sensaciones físicas desagradables. Al principio, esta libertad durará unos segundos y será relativamente fácil que volvamos a caer en ese estado. Deberemos, entonces, volver a empezar.
Con paciencia y persitencia, este proceso de desapego se convertirá en algo natural y seremos más rápidos a la hora de «pillarnos» pensando. Los intervalos de calma aumentarán sin que nos demos cuenta. Estaremos más tiempo aquí y ahora.
Todo esto es aplicable a cualquier cadena de pensamientos o emociones. No se limita a situaciones de riesgo o amenaza. Es válido cuando estamos centrados excesivamente en el pasado y experimentamos culpa, lamento, resentimiento, pena, tristeza o amargura. Lo mismo para el futuro con la inquietud, ansiedad, tensión, estrés o preocupación.
😉